Opinión: Una droga llamada zapping

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11/4/2017. Tibas, Estudio Grupo Nacion. Retrato de Jacques Sagot, pianista y escritor. foto jeffrey zamora

Jacques Sagot*

Escritor, pianista, cuentista, columnista y ex diplomático costarricense

El zapping representa el grado cero de la conciencia, ese estado en el que nuestro espíritu crítico –los guardianes de la fortaleza– está completamente dormido, y la mente queda a la merced de todo tipo de sugestiones y diktats subliminales. Arrellánese en su sofá favorito, como la “couch potatoe” que usted es, ponga el cerebro en nivel cero de frecuencia vibratoria, y dedíquese a apretar en una u otra dirección las flechitas de su control remoto. El bombardeo icónico será vertiginoso: una telenovela cursi, un noticiero, una serie policíaca, un documental sobre la iguana bífida de Tasmania, un partido de fútbol, un programa de concursos, un debate presidencial, un largometraje pescado in media res, cientos de anuncios publicitarios, todo ello “décousu”, fragmentario y discontinuo…

Ese aluvión de imágenes saltará sobre usted y le devorará los ojos y el cerebro. El zapping vino a destruir nuestras vidas con la llegada del cable multicanal, la transmisión satelital, y la invención del control remoto. Esta cornucopia de opciones, supuestamente creada para satisfacer cada apetencia individual, termina con la paradoja de que la gente lo ve todo sin ver realmente nada. Según una modalidad eminentemente postmoderna, el espectador puede confeccionar “a la carta” su itinerario de visión. El zapping –también conocido como “grado cero de la conciencia”– es un típico síntoma de ansiedad, de la impaciencia sin profundidad. La tradicional riqueza del arte, de la religión, de la naturaleza, del deporte, de los largometrajes se ha disuelto en la nada ante nuestros ojos, y quedamos librados a un estado de “recesión de la realidad”.

El “zapped-out of consciousness” es un producto de la hiperactividad postindustrial, de la terrible ansiedad generada por el desempleo y las crisis económicas. Es –sobra decirlo– una forma de evasión, de fuga pasiva y sedentaria. Como dice McLuhan: “La media ha usurpado el lugar del mundo antiguo. Aun cuando yo quisiera recuperar ese mundo, solo podría lograrlo mediante un estudio intensivo de las formas en que la media se lo ha tragado”. Cito también a Eric Hobsbawm: “La destrucción del pasado es uno de los más característicos y perturbadores gestos del tardío siglo XX. La mayoría de la gente joven de fines de siglo terminó por crecer en una especie de perpetuo presente, carente de ninguna relación orgánica con el pasado común de los tiempos en que viven”. La postmodernidad ha creado un estado de amnesia y sedación de la conciencia en la que flotamos beatíficamente, como drogados en medio de un “microclima” de humo de marihuana y opioides.

El presente no necesita socorristas. Goza de plena salud por el mero hecho de ser presente: es impositivo e inescapable. Pero el pasado, ese que no cesa de aproximarse asintóticamente a la nada, el que se degrada y devalúa –se olvida– día tras día, ese requería rescatistas, curadores, restauradores… y no se los estamos proveyendo. Una nación, un individuo sin memoria son seres sin identidad. ¿Por qué? Porque en gran medida la identidad es un banco, un enorme réservoir de pasado, es decir, de recuerdos, de pretericiones. El amnésico que pierde la memoria queda desustanciado: comienza por perder -sentimiento aterrador, vertiginoso, que he experimentado- la noción de quién es. Visitar regularmente el pasado es una actitud higiénica para el espíritu. El pasado es el fundamento mismo de toda identidad concebible.

La televisión vive del hic et nunc. No nos engañemos: este invento, hijo predilecto del capitalismo, no habría jamás podido conspirar contra su padre, minar su ideología, ejercer la autocrítica. La mejor jugada que un canal de televisión puede ejecutar es aliarse con centros de poder políticos, económicos e industriales específicos, lo que se conoce como “networking”. La información y la cultura, en manos de la televisión, devienen mercancías, simples generadoras de capital. Vivimos bajo una mediocracia: el totalitarismo de la media. En ella la televisión sigue siendo el alma misma del sistema. Los estadounidenses “consumen” televisión durante un promedio de seis horas diarias. Los costarricenses lo hacen por espacio de cinco horas. Al final del mes esto suma una descomunal cantidad de tiempo… tiempo dilapidado en el consumo de basura ideológica. Tiempo de intoxicación monda y lironda.

La televisión (que como todo medio de expresión comenzó imitando la realidad) ahora reescribe la vida: ella es la que pauta nuestro comportamiento. Absorbemos los dichos, expresiones, interjecciones, manierismos, chistes, rasgos psicológicos y el habla de los personajes televisivos. Ser “auténtico” hoy en día es parecerse lo más posible a las figuras que discurren por el mágico rectángulo que nos estimula o arrulla con su dulce resplandor de luna. La televisión reconcibe la realidad, y nos la impone de manera pasiva pero segura e insidiosa. No nos dice cómo debemos pensar: nos propone los modelos vivientes que ilustran un tipo de pensamiento específico, y nos incita a imitarlos.

La vida es, hoy en día, una mímesis camaleónica de la televisión. Invertidos han quedado los espacios de la realidad y la virtualidad, con esta chupando toda la sangre de aquella. La televisión ha trastornado nuestra cosmovisión, nuestra percepción de la realidad. Más que nunca, los seres humanos coincidimos con los pobres hombres de la caverna platónica (La República, libro VII), que tomaban lo que no era más que un juego de sombras por la vida misma. ¡Ah, qué frágil criatura, el animalito humano, cuán fácil domesticarlo, cuán débil es su estructura mental, cuán sobornables sus ideas y convicciones!

*El autor de esta opinión es escritor, pianista, cuentista, columnista y ex diplomático costarricense.

 

 

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