Opinión : Otra metamorfosis

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Por Jacques Sagot

Una mañana, al despertar de un sueño particularmente agitado, Gregorio Samsa se descubrió retransformado a sí mismo en un ser humano.  Fue con dificultad que logró volverse de lado sobre su cama, y aún más arduo ponerse de pie y dar algunos pasos por la habitación, asiéndose a sus muebles, y derribando una silla y una lámpara en el proceso.  Era excesivamente aparatosa, su nueva forma.  A buen seguro, le tomaría meses o quizás años adaptarse a tal morfología.  Sobre la pared de su habitación, estaba el cuadro de la Venus de las pieles, con que alguna vez había decidido ornamentar su por demás estrecho y sencillo cuarto.  Al verla, experimentó algo que nunca había vivido de manera consciente como insecto: el deseo sexual.  La fantasía, el fetiche, la fijación por la imagen de aquella bella –bellísima– mujer en la pared lo sumía en una sorda agitación, especie de dolorosa sensibilización de sus terminaciones nerviosas –y de las terminaciones nerviosas de su alma–.  No sabía cómo lidiar con el deseo, con aquel extraño, inusitado desasosiego.  Era de suponer que el cuadro había sido colgado ahí por su padre: un esfuerzo más por dar a su hijo y su hábitat un aspecto de normalidad.

Ahora ya no gozaría de los especiales mimos y atenciones de su hermana Grettel, y los ocasionales raptos de ternura de su madre.  No generaría asco, pero tampoco afecto.  Su padre seguiría siendo el déspota doméstico de toda una vida, y al verlo transformado en hombre, todo cuanto en él había de cruel se redoblaría.  Cierto que el insecto hipertrófico suscitaba su repulsión y vergüenza, pero su nueva forma humana lo privaría de la molécula de compasión que su ser otrora le inspirara, y le acarrearía, sin atenuación ninguna, su ferocidad de Layo senil y ferozmente patriarcal.  Más que nunca, tendría que encarnar ese Edipo del que su identidad de insecto lo había parcialmente preservado.

Tendría que aprender a verbalizar, a formular sus pensamientos, cosa de la que su entomológica condición lo eximía.  Su jefe vendría –con toda razón esta vez– a exigir su reintegración a la compañía en la que fungía como un grisáceo agente de ventas trashumante.  Perdería todo cuanto en él suscitaba compasión, sin ganar ninguno de los privilegios que suele concedérsele a los humanos bien entrenados en el diario comercio con los hombres.  Tendría que aprender la vida sub specie humani.  Ser un monstruoso insecto lo confinaba a su habitación por celda.  Pero este habitáculo lo preservaba, lo protegía del mundo aislándolo, evitándole la siempre peligrosa, punzocortante interacción con los hombres.  Además, como insecto podía pasearse por las paredes y los techos: ahora estaba condenado a la torpe verticalidad de los bípedos, y a la naturaleza valetudinaria y dependiente de los mamíferos.  Era un verdadero tormento, caminar en dos pies.  Antes, sus cientos de patitas rebullían y le permitían desplazarse como si flotase sobre cualquier superficie.  Ahora, cada paso –lucha denodada contra la fuerza de gravedad– se le antojaba atrozmente pesado, una constantemente renovada tortura.

Su deseo –tal cual lo delataba el cuadro de la chica cubierta de pieles sobre la pared– le sería imputado.  Por la madre, en primer lugar.  Posiblemente también por el padre.  Finalmente, por los rabinos y directores de conciencia que pululaban en la sinagoga del gueto.  Sería tratado como un adolescente impúber, como un niño que tiene que dar cuenta de sus primeras sesiones de masturbación.  Y sería castigado por ello, inexorablemente castigado, sí.  El deseo lo es por principio, y su satisfacción doblemente.  Correrían a preguntarle –dentro de los sombríos ámbitos eclesiásticos– si había, desde que asumiera su nueva forma humana, usado su cuerpo para “actividades impuras”.  ¿Actividades impuras?  ¡Pero si apenas descubría el deseo!  ¿Qué podría ser más puro que el deseo, puesto que brota espontáneamente con la vida?  Pero los rabinos eran severos, en particular el guía espiritual de su madre, el honorable Zvi Bar-Illan, un viejo roñoso que durante años había pretendido que su forma de insecto era el tormento con que expiaba su antiguo abandono a la concupiscencia.  Sería terrible, lidiar con aquel vejete nuevamente.

Por otra parte, en su nueva condición de hombre tendría que enfrentar el predicamento de ser un judío que vive en Praga, escribe en alemán, va a la sinagoga tirado por la oreja, es habitante de Bohemia –por lo tanto súbdito del Imperio Austro-Húngaro–, que quiso estudiar filología germánica e historia del arte, pero fue forzado a desempeñarse como abogado para una compañía de seguros de accidentes laborales, que tuvo que desarrollar ojos de lémur para escribir por la noche, soportar el horror de la tuberculosis y sus atroces hemoptisis, y amar sucesivamente a Felice, Milena y Dora, de manera puramente epistolar… o casi.  Antes era un simple insecto.  La entomología habría podido determinar fácilmente a qué especie pertenecía.  No hubiera tenido que dilucidar problema alguno de identidad.  ¿Cucaracha, escarabajo, ciempiés?  Poco importaba.  Ahora, en tanto que hombre, tendría que definirse.  Responder a la abrumadora pregunta: ¿qué diantres soy?  ¿Judío, alemán, checo, austrohúngaro, escritor, notario público, eterno soupirant?  No cabía duda: la identidad era, en primerísimo lugar, un problema.  Cada vez más precaria, plural y fragmentada, una noción esencialmente elusiva.  Y ahora, ¿tener que lidiar con todo eso nuevamente?  Los animales no tienen identidad: pertenecen a una taxonomía biológica, y eso les basta.  Él era un animalito fácilmente clasificable.  Aun cuando el mundo lo viese como un monstruo, era la criatura más normal del planeta.  Era ahora, que emergería la monstruosidad de su multiculturalismo, de su ambigüedad vocacional, de su incapacidad para erguirse ante el padre e ir por la mujer amada.  De ahora en adelante no solo sería Gregorio Samsa, sino también José K, Karl Rossman y Georg Bendemann –entre otros–.  Lo juzgarían –cosa que nadie hubiera hecho con un insecto–, lo declararían culpable, lo procesarían y posiblemente lo ejecutarían.

Otra cosa lo atormentaba.  Pese a haber devenido hombre, la manzana incrustada en su caparazón –ahora su espalda– seguía ahí, podrida, y convertida en una ulcerada, turgente tumoración de colores lívidos que sugerían ya la putrescencia, quizás la gangrena.  La manzana del pecado original, sí, esa con que su padre lo bombardeara en un acceso de iracundia.  Y el tumor –coronado por la podrida fruta– dolía, dolía, dolía.  Las criadas que lo desdeñaran y barrieran a escobazos como insecto volverían a la casa, y sería la más atroz de las humillaciones tener que enfrentarlas, con su manzana y su tumor que ya constituían harto visible joroba.  ¿De qué manera encarar a aquellas tres miserables que habían ignorado su dignidad de ser sensitivo, pensante, noble y humano en medio de su insectitud?  ¿Cómo convencerlas de que no volvería a transmutarse nuevamente en alimaña?  Había inspirado repulsión y algo de compasión, en tanto que insecto.  ¿Afecto?  Durante algún tiempo, el que recibió de Grettel y, de manera intermitente, su madre.  Ahora únicamente sería objeto de juicio, de evaluación, y sin duda de rencor por el dolor infligido a la familia.  Su soledad no se atenuaría en lo absoluto.  Antes bien, se haría más abismal, siendo incapaz de esa forma de compañía virtual que es la compasión o la empatía (em-pátheia: sufrir con).  Lo tirarían a la calle al día siguiente, a restablecer sus contactos comerciales y recuperar su trabajo, para seguir contribuyendo con las finanzas domésticas.  Una fuerza de trabajo: eso era.  Eso, y nada más.

Más honda, más negra y más silente sería su soledad, sí.  Gritaría y ni siquiera el eco respondería a su clamor.  Antes era un insecto normal.  Ahora sería un humano anormal.  El artista, el hipersensible, el vulnerable, el hombre cuyo corazón, tal un laúd suspendido, vibraba tan pronto lo tocaban (Béranger).  El frágil, el excéntrico, el diferente, el marginal, la criatura nictálope que producía afanosamente libros que no pensaba publicar, el hombre que escribía por el simple hecho de que en ello le iba la vida.  Por poco, un Golem.

Volverían los mediocres, los burócratas, los apparatchiks, “les grandes personnes sérieuses” (Saint-Exupéry), a instarle a la responsabilidad.  “Gregorio: cásate, trabaja, ten hijos, paga impuestos, ve a la sinagoga, padece reumatismo, hemorroides, calvicie y obesidad mórbida, procura ser un buen ciudadano, y muere de cálculos renales en la total obscuridad”. No entienden, estos cretinillos, estos pigmeos del espíritu, que para el artista comprometido con su oficio, la noción de responsabilidad debe ser redefinida.  Pero eso no lo comprendería nadie, Gregorio, nadie, salvo quizás Max Brod o Dora Diamant.  Y sobrevendría la real, la más tremenda de las metamorfosis, la única contra la que hay que luchar a brazo partido: convertir a un gran artista en una fábrica de embutidos.  Por eso serás siempre una especie de ser teratológico, de criatura poco más o menos monstruosa, y debes asumirlo: “tus alas de gigante te impiden caminar” (Baudelaire). 

Gregorio se encerró en su clóset.  Nadie lo buscaría ahí, y solo el hedor de su cadáver haría que eventualmente lo encontrasen. La inflamación de la espalda había adquirido una dimensión que no dejaba lugar a dudas: el absceso terminaría por reventar, y ello generaría un choque séptico en todo su organismo.  Moriría por segunda vez.  No tomaría mucho tiempo.  La manzana se perdía ya, hundida entre los repliegues de una piel violácea y lustrosa como la morcilla.  Era claro que la septicemia iba ya en marcha.  Se hizo un ovillo, abrazándose a sí mismo, desnudo y acurrucado en su propia tibieza.  Echó de menos su insectitud, pensó una última vez, con afecto redoblado, en sus padres y su hermanita Gretta, y se quedó dormido.

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