Opinión: Una pesadilla

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Por Jacques Sagot

Aconteció en el mes de diciembre, durante el paroxismo de la orgía consumista navideña.  Primero fue un representante de la compañía de teléfonos, jurándome que sus tarifas de larga distancia eran las más baratas desde la invención del aparato por Antonio Meucci, allá en 1854. Luego fue el agente de cierta aerolínea, empeñado en que yo no me privara de los generosísimos descuentos ofrecidos por su compañía durante la temporada navideña.

Concomitantemente, mi banco me envía -¡insólita coincidencia!- su nueva línea de cheques de viajero, “especialmente diseñados para el hombre cuyo domicilio es el mundo”.  Por fin -y la coincidencia adquiría aquí un cariz realmente sobrenatural-, el representante de una compañía de seguros amenaza con eternizarse en el umbral de mi puerta, hasta tanto yo no le compre una póliza de viajero, “porque nada puede ser más importante que la seguridad de los suyos”.

De pronto comprendí la realidad de mi terrible predicamento: las grandes corporaciones conocían mi paradero, mi estilo de vida, mis necesidades y preferencias.  Las grandes corporaciones transnacionales sabían todo con respecto a mí, y se pasaban unas a otras la información, concertando una campaña conjunta para despojarme hasta de mi último céntimo. ¡Estaba fichado en los archivos de la policía secreta del anarco-capitalismo contemporáneo!

Aquella misma noche tuve la pesadilla que a continuación describo a mis lectores, en la esperanza de que alguno de ellos me ayude quizás a descifrar su significado.  Estaba yo de pie en medio de una vasta asamblea, algo así como uno de esos autos de fe celebrados por el Santo Oficio de la Inquisición en la España del siglo XVII.  Ante mí ardía un brasero descomunal, y una legión de dignatarios vigilaban, graves y cejijuntos, hasta el menor de mis movimientos.  Cosa curiosa: en lugar de los fastuosos atuendos ostentados por los inquisidores de la antigüedad, estos jueces tronantes vestían con la aséptica y fría formalidad de los directivos de alto rango en las grandes corporaciones transnacionales.  De pronto, el más prominente de ellos se acercó a mí, y extrajo de una valija ejecutiva un documento en el cual procedió a leer, con voz apocalíptica, las siguientes acusaciones: -“¿Te arrepientes, infeliz hereje, de haberte negado a pagar tu diezmo a las corporaciones que devotamente velan por tu bienestar? ¿Abjuras, oh infame apóstata, de haber profesado en forma clandestina las artes de la música y la literatura, oficios no directamente vinculados a la generación masiva de capital, y merecedores por consiguiente del anatema de nuestra santa institución?”  Y como yo, trémulo y desconcertado, vacilara en mi respuesta, dos verdugos del Santo Oficio comenzaron a conducirme hacia la hoguera, entre los ecos del Miserere y las fórmulas de absolución del Gran Inquisidor: “Dominus noster Iesus Christus, qui habet plenariam potestatem vos absolvat…” Las llamaradas de aquel brasero premonitorio del fuego eterno comenzaban a abrasar mi carne, cuando desperté en sobresalto, transido de angustia y terror.

Al día siguiente, mientras practicaba como siempre mis “clandestinas” actividades musicales y literarias, pensé que, en cierto modo, los hombres no terminamos nunca de salir del oscurantismo medieval, y que acaso hoy más que nunca marchamos, cantando y sonriendo, hacia nuestra propia inmolación.  Estamos siendo una vez más triturados por la maquinaria ideológica y productiva que alguna vez pusimos en marcha, y que ahora, como el monstruo de Frankenstein, cobra vida autónoma y se rebela contra su creador.

Las garantías y prerrogativas individuales se ven amenazadas por una nueva forma de autocracia, munida esta vez del ominoso poderío de los medios de comunicación.  Ese totalitarismo consumista donde el Dios de la Cristiandad ha sido suplantado por el Becerro de Oro, y donde los hombres tienden cada vez más a convertirse en meros instrumentos del sistema, piezas del siniestro engranaje que hoy en día se erige en fin último de la experiencia humana.  A menos, claro está, que todo esto no sea más que una de esas sombrías rumiaciones que suceden a las más aciagas pesadillas.  Después de todo, tal vez no haya nada de qué preocuparse, y estemos aún y siempre viviendo, según el sarcástico decir de Voltaire, “en el mejor de los mundos posibles”.

En 1951 el preclaro Ernesto Sábato publicó su extenso ensayo Hombres y Engranajes.  Nadie, en latitud alguna del planeta, ha escrito una narrativa tan lúcida de la forma sinérgica, concertada, confluyente en que el capitalismo, la ciencia y la técnica, el positivismo cientificista, la industrialización masiva de las grandes urbes, el horror de las megalópolis y sus colmenas de habitáculos, la mercantilización de la vida y la desacralización del mundo han prostituido y degradado al ser humano, reduciéndolo al estado de intemperie metafísica en que hoy zozobra.  Es un texto capital, un diagnóstico certerísimo, una reconstrucción histórica como jamás he leído… ¡y además tiene la amabilidad de ser sinóptica: apenas cien páginas de extensión!  Debería ser lectura obligatoria para los 8 500 millones de personas que recorren al día de hoy los caminos de la Tierra.

Ese monstruo tentacular, polimorfo, mutante que llamamos Mercado nos espía, nos estudia, nos sigue la pista, para empujarnos garganta abajo sus productos, y condenarnos a una vida de dependencia material, de sonambulismo, de compulsiones adquisitivas.  Somos galeotes condenados a la eterna salivación del deseo apremiante y siempre reverdecido.  Una herida que la mercadotecnia no cesa de reabrir y que sangra, supura, se encona constantemente.  El furor adquisitivo…  El embajador de Satán en cada uno de nosotros.

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