Por Jacques Sagot
El tiempo nos va quitando a aquellos seres que perfumaban nuestra vida. Amigos, padres, cónyuges, acaso hijos. Un progresivo, inexorable despojamiento. Hurto sistemático. “Todo lo perderemos, y todo nos perderá”, decía Machado.
El portero ve vaciarse la gradería. La muchedumbre se arrala. Uno tras otro, van desapareciendo los jugadores, el árbitro, el cuerpo técnico, los hinchas de uno como de otro equipo, los vendedores de golosinas. Un buen día se descubre solo, bajo su marco. El estadio es una inmensa galería desierta. ¿Para quién juega, puesto que ya no tiene equipo? ¿Qué protege, si ya no hay quien pueda anotarle un gol? ¿Qué fue de la multitud que alguna vez lo ovacionara? ¿Qué hace ahí, solo, en medio del terreno, esperando una bola que jamás llegará?
Se sienta sobre el pasto. Interroga al firmamento. El anfiteatro le devuelve la réplica de su voz, ahora irreconocible. Se ha convertido en un extraño aun para sí mismo. Sobre el césped, la huella de sus compañeros, de sus rivales. En el aire revolotean las últimas serpentinas. ¿En qué momento se desmaterializó el mundo? El estadio entero está lleno de presencias-ausencias.
Espera ahora su turno. Ahí, sentadito entre sus tres palos. Se quita el uniforme, se ovilla en el fondo de los cordeles. Quiere que la muerte lo prenda desnudo. La pureza de la soledad, la soledad de la pureza.
No siente miedo. Se irá lleno de preguntas: ¿partir ahora, cuando apenas empezaba el partido? Pero no es así: el partido comenzó hace mucho. Sucedió lo inevitable: parpadeó, y en ese instante se le fue la vida. Un momento de estupor, el asombro del vivir… entre dos infinitudes de silencio.
¡Cuán vanas las grandes atajadas, los penales detenidos, los trofeos alzados, los momentos de gloria! Hay que aprender a morir, amigos. Y la muerte es, por encima de cualquier otra cosa, una suprema lección de humildad. Sabernos prescindibles, sustituibles. “No renunciamos a la vida: nos destituyen de ella” –decía Unamuno–.
Nuevo fichaje, nuevo guardavalla, nuevo técnico, nuevo público, nuevos cánticos en la gradería, que ya no serán para nosotros. El universo continúa imperturbable. La catástrofe existencial por excelencia –nuestra aniquilación– no hará que el más ínfimo asteroide modifique su curso, ni que el eje rotacional de la Tierra se incline un milímetro. Sic transit gloria mundi. Los hay que lo entienden y aceptan. Otros siguen solicitando la ovación de las graderías desiertas: no se dan cuenta de que su voz es ahora un fantasma. Asumen que sus proclamas son aún atendidas por el mundo. Entre ridículos y trágicos. Nadie les presta ya atención. Existe eso que se llama obsolescencia: palabra bella por su sonoridad, atroz por su significado. Pero es una ley natural: esa que permite la regeneración de la vida.
La muerte es, al mismo tiempo, una hecatombe existencial, y el más banal de los hechos. Acontece 155 000 veces cada día en todos los rincones del planeta. Una mera estadística.
El portero se da cuenta de que, en ese desconcertante partido que es la vida, no hay banca, no hay cambios: cada compañero desaparecido es estrictamente irremplazable. ¡Cómo echa de menos ahora a sus rivales, a los delanteros que alguna vez tomó por sus verdugos: aun ellos eran compañía, aun ellos fueron –aunque jamás lo sospechase– aliados de la vida! Aquellos que dispararon contra él, que a toda costa querían vencerlo: ¡qué no daría por tenerlos todavía ahí, enfilando contra él sus fusiles! Aun su saña irracional, su encarnizamiento que jamás logró entender, le parecen una bendición.
La gran fiesta del mundo seguirá sin él. No hubo pitazo final… las cosas y los seres empezaron a evanescer: así de simple. A diferencia de los mediocampistas –disputándose la posesión del balón en un área siempre congestionada–, la posición de portero siempre fue solitaria… pero jamás como ahora.
En el fondo de su irrisoria cabaña se hace un puñito, el hombre. Esa que no lo abrigará contra la Segadora. Ovillado sobre sí mismo, como si quisiese abolir el mundo. ¡Una vida encapsulada en noventa minutos! ¡A jugar se ha dicho, amigos, y con toda el alma! Que no haya un instante de tedio o vacuidad en nuestras existencias. Este partido se irá rápido, muy rápido. Miren en derredor, y vean nomás cómo se van desalojando las graderías. El sudario de la niebla ya lo cubre todo. Y de nuevo: no hay “banca” en este juego: cada ser perdido es rigurosamente insustituible.
“¿Viví?”, balbuce, estremecido, el portero. Se acurruca, y se queda dormido.