Por Jacques Sagot
No hay fenómeno cósmico tan inexorable, irreversible y definitivo como el “no” de la mujer que decide dejar a su hombre. A mi juicio, más ineluctable que el 2 + 2 = 4. Piensen en la última, gran escena entre Nora y Torvaldo en Casa de Muñecas, de Ibsen. Un desesperado Torvaldo recita el repertorio entero de los argumentos habitualmente esgrimidos por los hombres en su situación.
Primero: la invocación al deber ante los hijos, la punción del nervio de madre.
Segundo: la “sacralidad” de los deberes familiares burgueses.
Tercero: el mandato religioso.
Cuarto: la conciencia y la moral laica.
Quinto: la patologización de la mujer, que solo podría actuar bajo un arresto de demencia momentánea.
Sexto: el chantaje sentimental: “¿Ya no me amas?”.
Séptimo: la noción de “honra mancillada”.
Octavo: la puerilización de la mujer: “¡Eres una niña!”;
Noveno: la imploración: “Espera, espera hasta mañana”.
Décimo: la bocanada de aire salvador de la esperanza: “Pero, ¿algún día, Nora… un día?”
Undécimo: el desesperado intento de mantener el vínculo: “¿Puedo escribirte, Nora?”
Como una especie de Edgar Allan Poe lloroso, banquero y burgués, Torvaldo topa con otros tantos “nevermore”. Once monosílabos percusivos y contundentes: “no”: dos simples fonemas, y Torvaldo queda aniquilado. Después de su anagnórisis (la violenta reacción de Torvaldo cuando leyó la carta de Krogstad), Nora se transforma –comprensiblemente– de una manera que a cualquier hombre se le antojaría aterradora. Deja hijos, posición social, seguridad económica, casa, esposo, y parte en busca de sí misma. Su “no” es duro e irreductible como un fragmento de wurtzita. La mujer es la verdadera regente de la lid erótica. Su “sí” es tan incondicional y generoso, como pétreo e innegociable es su “no”. Da la vida al decir “sí”, y administra la muerte al decir “no”. Como suspira Verlaine: “¡Ah, cuán dulcemente suena el primer sí que sale de los labios bienamados!” En efecto, en efecto, poeta. Yo también tuve, en mi momento, mi primer “sí”, y puedo dar testimonio fehaciente de que el buen Paul no se equivoca.
Resulta impresionante ver cómo Torvaldo pasa de la amenaza a la admonición, a la súplica y finalmente al llanto y la soledad. No, no a la soledad: a algo mucho peor: la ausencia (que presupone una silla vacía en la mesa del comedor). La soledad puede gestionarse: un artista sabrá en última instancia acompañarse a sí mismo: sus personajes, sus ideas, sus metáforas, su música, sus viejos amigos –los grandes maestros– lo acompañarán. Como decía Hamlet: “Aún dentro de una cáscara de nuez sería capaz de sentirme el rey de los espacios infinitos”. El artista lleva consigo su propio mundo como el caracol o la tortuga. En él tendrá siempre asilo, posada, albergue, calor y compañía. Pero la ausencia es otra cosa: una deserción, un vacío, un agujero negro, una pregunta sin respuesta, un duelo eterno e inmitigable. Y eso es, precisamente, lo que Torvaldo deberá enfrentar.
Su dolor es tanto más atroz por cuanto se trata de un patriarca europeo de fines del siglo XIX: sobrado en el aspecto económico, nimbado de prestigio social, exitoso en su trabajo, buen proveedor, hombre hogareño, respetado por sus colegas, fiel a su esposa, padre justo y responsable, magnífico ciudadano, animalito de iglesia, burgués puntual en el pago de sus impuestos… Stricto sensu, no hay nada malo en él. Nada, excepto todo. Todo está mal, sí, comenzando por el fatídico error consistente en no conocer a su esposa, sus íntimos clamores, su sed de independencia, su necesidad de auto-búsqueda, su fatiga representando el papel de una niña, de un “pajarito”, de una muñequita en su casita rosa y lila. Jamás la conoció. Vivió con una extraña durante ocho años, procreó con ella tres hijos, en su momento debe haberla cortejado con flores, poemas o serenatas (¡no, eso no: en Noruega las noches son gélidas y los serenateros morirían de hipotermia cantando bajo los balcones!), pero todo se quedó en la superficie, en la epidermis del cuerpo y del alma. Torvaldo no pasó de los más externos estratos geológicos de ese planeta misterioso, oscuro, complejo, imposible de cartografiar que era su esposa. Fracasó como espeleólogo de la psique de su compañera. Y la perdió. La perdió, sí, con inexorabilidad luctuosa, funérea. Él no será en lo sucesivo más que una pequeña y agostada momia en el corazón de su mujer. Debe aceptar su muerte, la que ella le inflige, la que él mismo incubó sin percatarse de ello. Si hay algo que condena a Torvald, es justamente eso de lo cual se enorgullece: su aberrante paternalismo con respecto a su esposa. Puerilizar, infantilizar a una persona es una forma de agresión, de hecho, una de las más insidiosas que sea dable concebir.
Dejar de amar a un ser humano es siempre una prefiguración de la muerte. Muerte para el que deja de ser amado, y muerte también para el que deja de amar. ¿Una pequeña muerte? ¡Hay tantas! Es una muerte más terrible que la guadaña de esa puntual y servicial funcionaria que anda por el mundo segando vidas. La persona que nos deja de amar sigue viva – muerta. Está y no está, es y no es, permanece en la vida, pero es una vida de la que nos ha proscrito, excluido, eliminado. La muerte física tiene algo de frío, de sano y aséptico que la torna más sufrible que el abandono.