Por Jacques Sagot*
El mundo entero trata hoy en día de asimilar el concepto de relativismo cultural. De no pensar más en términos de culturas hegemónicas (lo que no significa que estemos exentos de leer a Victor Hugo y oír a Beethoven), sino más bien de culturas que, de manera genuina, dan voz al sentir auténtico de cada pueblo, y que como tales merecen ser estudiadas en su propio contexto y de acuerdo a sus propios cánones.
En el Chaco habita una población indígena llamada Simba (“simba” significa trenza, y ellos suelen llevarla inusualmente larga, a veces arrollada sobre la cabeza y cubierta por un turbante). Hablan la lengua guaraní. Pertenecen geográficamente a Bolivia pero, en lugar de estar en proceso de extinción como la mayoría de las civilizaciones autóctonas, los simbas no cesan de expandirse, y su población no parece en modo alguno amenazada por el tsunami cultural de la globalización. Son ágrafes, esto es, no saben escribir. Su historia es preservada únicamente a través de transmisión oral, no tienen escuelas, no tienen iglesias, recusan instituciones como la propiedad privada y todo lo que Occidente ha intentado, en una u otra ocasión, ofrecerles. Cultivan su tierra, y se dicen felices y pacíficos.
Cuentan que durante la guerra del Chaco un simba tuvo que cargar al hombro, durante tres días, a un hacendado seriamente herido en una batalla. Poco antes de morir, el hombre llamó a su lecho de muerte a su salvador y le preguntó:
“¿Qué quieres que te ofrezca? Te daré lo que pidas”.
“Nada” –respondió el simba, inescrutable.
“Te daré una escuela y educación para los tuyos”.
“No la necesitamos”.
“Te daré una iglesia”.
“No creemos en las iglesias”.
“Te daré cuanto dinero me pidas”.
“En mi tierra el dinero no tiene sentido, y todo es comunitario”.
“Algo tienes que querer: solo dímelo y ya mismo giraré órdenes para que te lo den”.
“Deme unas cuantas hectáreas para que los míos puedan expandir su territorio y seguir cultivando la tierra”.
Y así fue.
Aquí tenemos a una civilización al margen de todas las sacrosantas instituciones occidentales, auto-suficiente, que recusa la noción de propiedad privada, cree en la colectivización de la tierra, y se niega incluso a aprender a leer y a escribir. No son los únicos: ya Rousseau, en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres critica acerbamente el “alicrejo” de Guttenberg, y considera que la palabra escrita traiciona y corrompe el discurso oral (¡y ello a pesar de su fe profunda en la democratización del conocimiento!). Y Dos mil doscientos años antes Sócrates se quejaba de lo mismo: la escritura, según él, congelaba la palabra, falseaba el conocimiento, privaba la conversación de su natural y espontáneo decurso. Gracias a Zeus y todos sus compadres del Olimpo, Platón no pensaba lo mismo, y recogió sus palabras en sus monumentales Diálogos. Jesucristo tampoco dejó una sola palabra escrita. Los evangelios son obra de transcriptores y novelistas (puesto que los evangelios son maravillosas novelas en torno al mismo protagonista) muy posteriores a Jesús.
¿Qué debe hacer Occidente ante una situación de esta naturaleza? ¿Hemos simplemente de considerarlos seres marginados, condenados a la extinción y en auxilio de los cuales debemos de acudir? ¡Pero si están proliferando más que cualquier otra cultura indígena! Siendo el principio del respeto por la diversidad cultural el concepto axial, fundamentante, vertebral de una institución como la UNESCO, ¿no se sigue de ello que hay que dejarlos seguir su curso histórico, y practicar una política de no intervencionismo? ¿Debemos cruzarnos de brazos ante las enfermedades que padecen y que la medicina occidental podría con una simple pastilla curar? ¿Debemos aceptar el rezagamiento histórico al que su analfabetismo los condena? ¿Debemos dejarlos seguir tranquilamente con sus vidas y no contaminarlos de los vicios morales y sociales de Occidente? Una vez más: el principio del respeto por la diversidad así lo comandaría. Por otra parte, si los hábitos convivenciales de los simbas los están condenando a misérrimas condiciones de salud o a prácticas que atentan contra su propia integridad, entonces ¿no sería un imperativo moral de la Comisión Mundial de Derechos Humanos intervenir?
Los simbas llaman a su tierra Teutayapi (de “teuta”, esto es, “casa”). El significado de la expresión es “la última de las casas”, o “el último de los reductos”. Pero lo que es idílico para ellos luce flagrantemente inhumano para Occidente. Entran aquí en irresoluble conflicto los Derechos Humanos con el Principio de Respeto a la Diversidad Cultural. ¿Qué hacer, qué hacer? ¿Intervenir o no intervenir? ¿Hacerlo solo en ciertos ámbitos concretos? Pero eso, ¿no sería ya violar la integridad cultural de los simbas? Y aunque la población está en plena expansión, ¿qué tal una epidemia como la que entre 1343 y 1353 aniquiló a un tercio de la población euroasiática y africana, esto es, el ecúmene hasta entonces conocido y cartografiado en el planeta? ¿Y hasta cuándo su agrafia les permitirá no ser irremisiblemente aplastados por un mundo que avanza a la velocidad de un meteoro?
Quizás se nos ha ido la mano en el prurito del respeto a la diversidad cultural. Quizás la diferencia de la alteridad solo debe ser observada y honrada en el tanto el otro no atente contra su propia vida. Quizás ningún pueblo, no importa cuál sea su ideología, debe ser privado de educación, de la letra y la cultura. Quizás la preocupación por la salud física y por la necesidad de actualización histórica deban ser armoniosamente integrados –sin jamás destruirla– con la identidad cultural de un pueblo dado.
¿Y qué tal sí al asumir la responsabilidad de dotar a este pueblo virgen de Occidente de algunos beneficios de nuestra medicina o nuestra educación los contaminamos, inexorablemente, de todos nuestros vicios sociales y aberraciones colectivas? La cultura es sistémica, orgánica: no podemos hacerles el don de nuestras vacunas o aspirinas sin que en el paquete se filtren nuestros peores antivalores. Occidente terminará haciendo lo que ha hecho mil veces en la historia del planeta: diseminarse como un virus, propagar e imponer sus ideologías, religiones, hábitos, filosofías, ciencia, tecnología, concepción transaccional y bancaria de la vida, individualismo fanático, culto idólatra de la mercancía y defensa feroz de la propiedad privada. Eso somos… Bueno, también somo Beethoven, Cervantes y Monet, convengo. Pero los simbas han vivido perfectamente felices sin esos descomunales cánones artísticos, y ni siquiera sabemos si en su cultura existe la noción efectiva de “arte”. El “arte” es un fenómeno relativamente reciente en la historia de Occidente. Las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira y Lascaux –que nosotros, hijos del siglo XXI, consideramos bellas– eran instrumentos mágicos y funcionales: tenían el muy pragmático y puntual propósito de atraer a la región a los animales que los hombres debían cazar para beneficiarse de su carne y de sus pieles.
¿Qué hacer, qué hacer? O mejor dicho, ¿qué no hacer? No lo sé, queridos amigos y amigas. Yo no tengo las respuestas. Me limito tan solo a levantar las preguntas, y aun de mi eficacia como preguntador inveterado tengo mis dudas.
*El autor de esta opinión es escritor, pianista, cuentista, columnista y ex diplomático costarricense.