A bordo de un nuevo, hermoso navío

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Por Jacques Sagot

Pianista, diplomático y escritor.

He aquí el primer texto que publico en este periódico. Lo hago con emoción, con la certeza de que este formidable medio me deparará muchos nuevos amigos (ya conozco a dos periodistas eminentes y a su director). Estoy lleno de ilusión. Es como si me hubiera aparecido una novia. Un nuevo idilio con la palabra, para el disfrute –confío– de muchos lectores.

La palabra “cooperar” procede del latín “cooperatio”, es decir, trabajar juntos, de consuno, en pos de una misma meta. El prefijo “co” está presente en co-crear, co-educar, co-gestión, co-autoría, co-laborar. Y aparece en palabras como “convención”, “consorcio”, “convocar”, “conocer” y “construir”. “Cooperar” es una bella palabra, y una noble, hermosa noción. La sociedad es, en esencia, un organismo en el seno del cual todas las partes trabajan de manera sincrónica y coordinada para el Todo, y el Todo, a su vez, sería inconcebible sin esas partículas que permiten su adecuado funcionamiento. Así pues, existe una relación dialéctica entre las partes y el Todo. El cuerpo humano es un organismo: si un riñón comienza a trabajar deficitariamente, su hermano gemelo duplicará sus labores, a fin de mantener la funcionalidad del organismo. Se habla, en estos casos, de una “reacción solidaria” de un riñón o un pulmón, pero claro está, la expresión debe ser tomada como una metáfora: ni los riñones ni los pulmones comprenden nada –hasta donde sabemos– sobre solidaridad.

El cuerpo humano está dotado de la capacidad de autopoiesis (Goodwin, Maturana, Varela): es un organismo que se auto-sana, auto-regenera, auto-equilibra y auto-alimenta, y al hacer esto, limpia además el ecosistema en que está inserto. Exactamente como las plantas: absorben dióxido de carbono y liberan oxígeno: sanan su medio ambiente. Una máquina carece de la facultad de autopoiesis: el estallido de la turbina de un avión que vuela a 40 000 pies de altura y a una velocidad de 860 kilómetros por hora, no va a provocar que la otra turbina “corra en su auxilio”. En una máquina, la disfunción de una parte acarreará la disfunción de otra, y la cadena causal de desperfectos desembocarán en una tremenda catástrofe. Hemos de sentirnos muy orgullosos de nuestra capacidad autopoiética (recuerden, amigos y amigas, que poiesis significa creación, no poesía, en el sentido nerudiano de la palabra).

Cuando es practicado según sus postulados auténticos, el cooperativismo es una de las más nobles nociones que se le han ocurrido a la criatura humana. Entre sus muchos beneficios podemos mencionar la manera en que impulsa el apoyo mutuo entre asociados, y promueve su igualdad. También se alimenta de la solidaridad de los participantes. La solidaridad, sí: esa axial virtud que en su encíclica Sollicitudo rei socialis San Juan Pablo II definió como “la capacidad para hacer nuestras las violaciones y abusos que transgreden la Declaración Universal de los Derechos Humanos”. Este concepto es fundamental: no basta con enterarnos de la forma en que nuestros semejantes están siendo mancillados o explotados, es preciso tender la mano socorrista, y para ello debemos “hacer nuestras” sus penas, esto es, aproximarnos a ellas por identificación (¡no por disociación!), crear empatía a fin de comprender su sufrimiento, ponernos en sus zapatos, y entender cordialmente (del latín cor: corazón) la magnitud de su sufrimiento. El cooperativismo también estimula el esfuerzo individual y la motivación compartida. Fortalece las democracias, al favorecer a las clases desposeídas y coadyuvar a la justicia social. Es, además, responsable con el medio ambiente, y contribuye a definir las metas y objetivos comunes entre los cooperativistas. Es mucho más que un modelo económico: es, sobre todo, una doctrina social, una manera de concebir la convivencia y el trabajo conjunto.

El ser humano anhela la aceptación, la compañía, la amistad, la posibilidad de colaborar con sus semejantes en pro de metas comunes. Es parte de la naturaleza humana. El hombre – burbuja, el hombre – islote perdido en mitad del océano, el hombre – glóbulo segregado del torrente sanguíneo, ese miserable espécimen no puede ser feliz: morirá de hambre y sed de lo humano. El propio Daniel Defoe dotó al náufrago Robinson Crusoe de un compañero llamado “Viernes”. Alejandro Dumas tuvo la misericordia necesaria para regalarle al pobre Conde de Montecristo, encerrado en una torre inexpugnable en mitad del mar, al Abate Faria, quien atempera su soledad y le sugiere una ruta de escape. El infortunado Gregorio Samsa, transformado en un monstruoso insecto “al despertar de un sueño particularmente agitado” y confinado a su habitación, puede contar con el cariño incondicional de su hermanita Grettel.

A duras penas puedo imaginar algo más funesto que una vida sin cómplices, sin amigos, sin aliados, sin correligionarios. Cierto de la milicia como de toda actividad humana. Todos debemos tener a nuestro alrededor un “support system” humano, y correlativamente, personas con respecto a las cuales podamos operar como un “support system”. Lo contrario supondría no haber vivido, sino tan solo existido. Las piedras existen, los seres humanos viven. La Vida se incardina en nosotros, y nos habita durante todo el tiempo que nos sea concedido sobre la Tierra. Cada uno de nosotros representa la forma específica, singular e irrepetible en que la Vida decidió hacerse auto-consciente. Somos el follaje donde ella ha venido a anidar. Árboles colosales como las secuoyas, o chaparritos como los cafetos: poco importa: todos somos templos que la Vida anima, irriga, hace resplandecer… y también un día cualquiera siega con su inescapable hoz dorada.

*El autor es pianista, diplomático y escritor.

 

 

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