Por Jacques Sagot
Hace ya cuarenta y un años que el mundo conoció al que habría de ser uno de los grandes fantasmas de la actualidad: el SIDA. Entre las metas oficiales del milenio se cuenta el encontrar por fin la cura que nos librará de su terrible poder de devastación. En cuestión de unos pocos años el presupuesto del Fondo Mundial del SIDA ha pasado de ochenta millones a billones de dólares. Las compañías farmacéuticas del mundo entero compiten por dar con la vacuna que habrá de controlar lo que en diversas regiones del mundo es ya considerada una pandemia capaz de diezmar poblaciones con virulencia no inferior a la de la peste negra del siglo XV.
A un paso estamos de dar con la fórmula. A un paso, sí. Pero sucede que el problema desborda con mucho el campo de la ciencia médica. En tanto que prejuicio y superstición la enfermedad se ha convertido también en una terrible afección espiritual, en un pretexto colectivo para ejercer la segregación. La ley general del SIDA estipula de manera enfática que la persona seropositiva no debe ser discriminada en ningún ámbito humano (aulas, espacios laborales, deportes, congregaciones religiosas, áreas de circulación pública). La letra es clara. Pero no la praxis social, y ello porque el prejuicio no se combate únicamente con leyes. Es una vez que las leyes son promulgadas que la verdadera lucha comienza. Lo último que solemos desterrar del espíritu es el prejuicio. Y la única arma que tenemos contra él es la educación, que va mucho más allá de la mera información. Los panfletos, las charlas, todo eso es necesario. Pero si hay una facultad que el SIDA nos da la oportunidad de desarrollar es la solidaridad. Eso no lo encontraremos en los panfletos. Eso forma parte de un sistema de valores basado en la empatía y el respeto absoluto a la integridad humana.
En el curso del año 2022, 1,3 millones de personas se contagiaron del SIDA. Murieron 680 000, la mayoría de ellas en la rezagada y desdeñada África, cuna del homo sapiens, pero tierra de nadie al día de hoy. En Somalia, el país más pobre del mundo, una mujer tiene tres veces más posibilidades de ser violada que de aprender a leer y escribir. Y estas violaciones vienen “adornadas” con el “bono” del SIDA. Hay comunidades religiosas fundamentalistas en los Estados Unidos, que declaran “culpables” a los niños que mueren de esta enfermedad en el continente – madre de la especie humana. La dolencia, la agonía y la muerte de estos inocentes es “merecida”, es una “expiación” heredada por los pecados de sus progenitores. La deletérea noción según la cual todo dolor es punición, es “ganado”, es “justo”, es “correcto”, es “natural”, por cuanto representa la “sanción” de un dios legalista, inmisericorde, ajusticiador, iracundo, policial y punitivo. ¡Que Dios nos libre de semejante dios! Conozco a los tele-evangelistas, pastores y fanáticos que sostienen esta tesis. Lo hacen públicamente, llenos de odio, de inclemencia, de autoritarismo ciego y dictatorial. Son monstruos morales, engendros éticos, seres perversos y depravados… bien harían en amarrarse una piedra de molino al cuello y tirarse de cabeza en el mar. Los desprecio, los condeno y denuncio ante el mundo. Tienen nombres y apellidos… e infortunadamente, mucha gente que los sigue, admira y reverencia. Ya lo sabemos: la estupidez le ha hecho más daño a la especie humana que la maldad.
Necesitamos perentoriamente solidaridad y otra cosa: compasión. La palabra debe ser entendida etimológicamente: com-pasión, esto es, padecer-con, compartir el dolor del prójimo. Cultivar la capacidad de ponernos en su lugar, de vivir virtualmente su martirio. Un esfuerzo supremo de empatía. Sin esto toda ley es letra muerta. Así entendida, la compasión no tiene nada de humillante para quien la suscita. Es un sentimiento que ennoblece al ser humano. Sentir compasión por un enfermo nos convierte automáticamente en socorristas activos. La compasión pasiva no sirve para nada. El día internacional del SIDA es precisamente eso: un ejercicio mundial de solidaridad y compasión. Si nuestras pesquisas médicas no van acompañadas de un compromiso ético con la persona seropositiva, entonces estamos confinando al ser humano a meros tubos de ensayo.
Nuestra misión no es sancionar socialmente, juzgar o señalar al enfermo como alguna vez lo hiciéramos con los leprosos. Debemos informar a la persona seropositiva de las precauciones que ha de observar para tener una vida sexual segura y no hacer daño a quien ama o simplemente desea, pero no debemos colgarle del cuello la atroz campanita anunciadora de la peste. Estamos muy lejos de lograr este objetivo. El prejuicio campea aún, tenaz, insidioso, en la mente de muchas personas. El SIDA es todavía una de esas cosas “de las que no se debe hablar”. Acarrea la muerte social de quien lo padece. ¡Como si no fuera ya suficiente tener que lidiar con el monstruo!
Una cosa es combatir un virus, otra muy diferente combatir a quienes lo padecen. Solidaridad, solidaridad, solidaridad: he ahí el verdadero espíritu del día internacional del SIDA. No es solo un ejercicio o un desafío médico: la ciencia sin conciencia acarrea la ruina del ser humano.