Jacques Sagot*
Escritor, pianista, cuentista, columnista y ex diplomático costarricense
¿Recuerda usted dónde se encontraba al oír la noticia de la muerte de Kennedy, de Presley, de la Princesa Diana? ¡Cómo no recordar las circunstancias precisas en que nos enteramos de tan notorios eventos! Ahora bien, el 30 de abril de 1991, ciento treinta y ocho mil personas murieron ahogadas en Bangladesh. ¿Puede usted decirme en dónde le tocó recibir la primicia? Cosa difícil, recordar algo de lo que en su momento ni siquiera nos enteramos.
La memoria de un hecho concreto está asociada al impacto emocional que en nosotros tuviera, y después de todo, ¿a quién puede importarle la muerte de ciento treinta y ocho mil indios? Seres remotos, anónimos, cuyos nombres y rostros por siempre desconoceremos: un enjambre de abejorros suprimidos sin revuelo ni héroïde funèbre de la faz de la tierra. No perdimos sueño por ellos. No nos sumergieron en la angustia y el desconsuelo. No despertaron hondas cavilaciones en torno a la inexorabilidad de la muerte. Los mandatarios, artistas y reporteros del mundo entero no aunaron sus voces para rendir tributo a su memoria. ¿Memoria? La que ahora custodian los millones de seres cuyas vidas se vieron trastornadas por la hecatombe. Nosotros, por el contrario, encontramos que el olvido y la indiferencia serían sin duda más placenteros.
Derramar una lágrima por la Princesa Diana es una manifestación inequívoca de galantería y nobleza de espíritu. Nos hace alimentar la ilusión de que quizás -¿quién quita un quite?- algo podríamos tener nosotros también de sangre azul. Llorar por ciento treinta y ocho mil desconocidos es, en cambio, dar prueba de una sensibilidad social peligrosamente cercana a la cursilería. Nada había de glamoroso en ellos. De sus peripecias conyugales y sus correrías sexuales lo ignoramos todo, y además, ¡tener el mal gusto de irse a morir en Bangladesh, sin champán, caviar, limusinas ni paparazzi! Y sin embargo, también ellos eran realeza, en la que medida en que cada ser humano es el soberano de su propio mundo.
Si una muerte es una tragedia, cien mil muertes son una mera estadística. El hombre contemporáneo vive por y para los números, y los números todo lo despersonalizan. Aun la muerte se torna trivial al verse reducida a una cifra, un cómputo, un algoritmo, un simple porcentaje. El fallecimiento de la más insignificante vedette nos sume en la consternación, mientras que ante una siega masiva de vidas preferimos refugiarnos en un estado de analgesia emocional, de neutralidad afectiva por completo ajenas a la naturaleza humana.
Conviene considerar el significado implícito en la etimología de la palabra “compasión”: dolor compartido (com-pasión: padecer con), y preguntarnos de cuánta solidaridad somos realmente capaces. Por lo que a mí atañe, preferiría mil veces asomarme a la vida de uno solo de los niños que murieron en Bangladesh, que enterarme del tipo de cócteles que Lady Di y su apuesto cortejador ordenaron durante su última noche de amor.
¡Ciento treinta y ocho mil hombres y mujeres que caen como el trigo maduro! Dotemos la cifra de un contenido humano concreto: imaginemos el Teatro Nacional lleno a reventar ciento treinta y ocho veces; el estadio Nacional en cinco llenazos consecutivos; la población entera de una ciudad de la magnitud de Alajuela. ¿Y de ello quién se acuerda? En la vasta galería del dolor humano hay tragedias que inspiran cancioncitas (aun cuando triviales y melosas en grado sumo), y venden discos, revistas y periódicos por billones; pero también hay calvarios que carecen de todo atractivo farandulero, y no constituyen por ende buena mercadería.
Así como hay vivos de primera, de segunda y de tercera clase, hay muertos de primera, de segunda y de tercera clase. De esos nadie se ocupa. Quedan sepultos en la fosa común de la memoria colectiva, indistintos, anónimos. ¿Cuántos soldados estadounidenses murieron en la estéril, aberrante guerra contra Irak? Veintinueve mil setecientos noventa y dos. ¿Cuántos iraquíes perecieron en este mismo Armagedón? Nadie lo sabe con certeza. Se conjetura que fueron alrededor de un millón treinta y tres mil.
A ojos del mundo, solo existe aquello que tiene presencia en los medios de comunicación. Al informante corresponde poner la realidad en perspectiva, asignar a cada hecho su verdadera importancia, y ubicar el suceso en la gran jerarquía del acontecer humano. Los periodistas informan pasablemente bien, pero olvidan su misión como formadores, como educadores. Magnificar lo irrelevante y minimizar lo trascendental es la peor forma imaginable de la distorsión.
Una película de James Bond, Tomorrow never dies (1997) -disculparán mis lectores tan inopinada digresión- sustituye por vez primera el arquetipo del científico loco por el de un magnate de la comunicación, a guisa de villano. El hecho me parece sintomático. Hoy por hoy, no hay poder más grande en el mundo que el que detentan los medios de comunicación. Resta preguntar: ¿poder al servicio de quién y de qué? ¿De la frivolidad, el chismorreo y el oropel farandulero? Es lo que concluiríamos al leer la sección “Viva” de La Nación: un verdadero monumento a la estolidez humana.
Vamos, amigos y amigas, que hay mucho dolor en el mundo para andar jugando a los carros chocones por las calles de París. Cuanto mayor es el poder, mayor es la responsabilidad que este conlleva. Los medios de comunicación pueden ser una herramienta invaluable para salvaguardar lo más sagrado del ser humano; o pueden, por el contrario, constituirse en una eficientísima empresa de entontecimiento universal. A nosotros nos corresponde decidir.