Opinión : ¡Que la ira no nos emborrache!

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Por Jacques Sagot

Sí, el esquema de evasión fiscal urdido por Ofelia Taitelbaum fue ruin y profundamente cruel: privó de atención médica durante diez años a una costurera sancarleña de humilde extracción y afecta de problemas de discapacidad y movilidad limitada.  La condena que sobre la señora Taitelbaum recayó es irrisoria -como lo saben todos los costarricenses- en relación con la gravedad de sus delitos.  Poquísimos han de ser los ciudadanos que discrepen de este sentir.  Lo que la ahora prisionera hizo no tiene nombre: fue perversa, vil, inicua.  ¿Purgará sus siete años y seis meses en la cárcel, o será puesta en libertad por mor de uno de esos actos de birlibirloque que algunos abogados practican con dexteridad digna de Houdini?  No lo sé.  No creo que expíe sus felonías tal cual los tribunales lo han sancionado.  No, no, no… con seguridad algún tecnicismo, algún “error” procedimental en la presentación de las pruebas en su contra reducirán su pena a cuestión de algunos días o semanas de reclusión carcelaria.   Después de todo, Farid Ayales descontó tan solo trece días de una condena de cuatro años de prisión por delitos bastante más graves que los cometidos por la señora Taitelbaum: concusión, esto es, la aceptación de dádivas contra expedición de documentos diversos, prevaliéndose del apremio con que muchos ciudadanos los necesitaban.  Así que, a la manera de Santo Tomás apóstol, creeré en la operatividad de nuestro sistema judicial cuando lo vea, lo palpe, lo constate: ni un minuto antes.  Estamos claros en este punto.

Sin embargo, cela étant dit, hay algo que me preocupa en la reacción multitudinaria ante la condena de Taitelbaum.  Siento que los costarricenses la están facturando por cincuenta años de corrupción en todos los estamentos políticos del país.  Se ha convertido en el bouc émissaire, en el chivo expiatorio que absorbe la ira infinita de toda una nación.  Una nación que se ha sentido burlada, sobajeada, irrespetada por la laxa, acomodaticia e inequitativa aplicación de la ley, y la generalizada impunidad de los depredadores de sangre azul.  El ensañamiento de toda Costa Rica contra la señora Taitelbaum, la ferocidad y la inmisericordia con que el país ha procedido a su linchamiento simbólico no pueden ser sanos, no pueden ser salutíferos, no pueden ser higiénicos para la salud psíquica de nuestra sociedad.  Es una reacción masiva que pone en evidencia los ríos de bilis, hiel y ácido pancreático que corroen nuestras almas.  Una vez más, hemos traicionado nuestra democracia, poniendo en su lugar una oclocracia: el poder en manos de la turbamulta iracunda, vándala, hooliganesca.  Se trata de un tipo de conducta profunda y peligrosamente irracional: la gente pensando con la sangre y las vísceras, y pidiendo que rueden las cabezas, que se bamboleen al viento los ahorcados, que las sillas eléctricas calcinen la carne de los condenados… es un comportamiento colectivo perturbador, insalubre, enfermizo.  Una suerte de patología colectiva: nadie piensa correctamente desde la ira, la frustración acumulada de medio siglo y la sed de venganza (ya que no meramente de justicia).

El pueblo costarricense le ha dado un seguimiento morboso, demencial, delirante al caso Taitelbaum.  Gozamos con su humillación, nos deleitamos al escuchar la grabación que constituyó su lápida en el proceso a que ha sido sometida, esa grabación en la que, con un tono viscosamente maternal y condescendiente, trata de “rodar” a la víctima de su trapacería tributaria.  Querríamos verla quemada en una pira, torturara, vejada, reducida a la irrisión universal… el respetable público pide a gritos sangre, muerte, efectos especiales, explosiones, carreras de carros, ráfagas de metralla…  Quieren, en suma, ver a Taitelbaum ultrajada, escupida, escarnecida, y lo quieren con ferocidad selvática, primitiva, pulsional.

Amigos, amigas, se cae de puro obvio: esto no es saludable.  No hace falta ser un eminente sociólogo o un avezado psicólogo de masas para percibir cuán enfermiza es esta línea de conducta.  Estamos chapaleando en una marisma de rabia, de rencor, de bestialidad, por poco de antropofagia.  Extirpándonos a través del “absceso” Ofelia Taitelbaum todo el pus acumulado a causa de esa enorme infección que constituye la corrupción impune.  La presidiaria debe pagar su deuda con la sociedad, pero no es justo que pague por la podredumbre de quince administraciones consecutivas, cada una más pestilente que la anterior.  Como Antonio en El Mercader de Venecia, de Shakespeare, debe pagar su deuda ante el usurero Shylock con una libra de su propia carne, ¡pero ni una molécula más!  Injustísima postura sería convertirla en la catalizadora de la arcaica ira de toda una sociedad.  Lo que los costarricenses están experimentando es una especie de macabra, morbosa, depravada catarsis colérica, un estallido de flujos piroclásticos de cuya intensidad podemos inferir la magnitud de la presión a la que estuvieron sometidos en el fondo de la caldera volcánica.  Nos hemos convertido en el Krakatoa, en el Vesubio, en el Stromboli…  Tremenda fuerza destructiva que corre ladera abajo, por fin liberada de la constricción de la chimenea volcánica.  Esto no es Costa Rica: es una turba de linchadores, ajusticiadores y verdugos a tiempo completo.  

Procuremos que la justicia no se confunda con la venganza, que la ira no usurpe el lugar de la razón, que la ferocidad no obnubile nuestra civilidad, nuestra decencia, la natural aristocracia de nuestro espíritu.  He ahí la pequeña reflexión que dirijo a mi país, nacida en, por y desde el amor.  Amén. 

 

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