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OPINIÓN: La responsabilidad del pensamiento

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11/4/2017. Tibas, Estudio Grupo Nacion. Retrato de Jacques Sagot, pianista y escritor. foto jeffrey zamora

Por Jacques Sagot

“La voluntad del pueblo alemán es la voluntad del Führer.  Debemos encendernos en el fuego de ese resplandeciente meteoro llamado Adolf Hitler.  A nuestro amado, inquebrantable Führer, tres veces: ¡Sieg Heil!”

No, mi perplejo lector, no es Goebbels, ni Hess, ni el inimaginable Mengele quien escribió lo que precede.  Es el filósofo más grande del siglo XX: Martín Heidegger.  Los errores de un gigante suelen ser gigantescos. Y don Martín agravó además su colosal gazapo negándose hasta el fin de sus días a reconocerlo.  Cierto que en 1934 renunció a la rectoría de la Universidad de Freiburg –que con sus arengas se había transformado en tarima propagandística nazi–, cierto que al comparecer en 1945 ante un tribunal internacional admitió el fracaso de su gestión como rector y justificó su filiación política corno “el producto de una coyuntura profesional”.  Pero el hecho es que nunca abjuró del nacional socialismo, y aún después de conocer el horror de los programas de exterminio se guardó bien de pronunciarse al respecto.

Muy por el contrario, nuestro ilustre cavilador optó por acogerse al amnésico silencio que caracteriza la era de Adenauer, primer canciller de la República Federal de Alemania.  Desde entonces sus palabras –y más aún su silencio– han sido vueltos al revés y al derecho, defendidos e impugnados por figuras de la talla de Jaspers, Habermas y Farias.

¿Y cómo no? Después de todo, no es de cualquier pelele de quien hablamos.  ¿Es que los hombres de genio no tienen derecho a equivocarse? Sin duda, pero la humanidad tiene también el derecho de cobrarles el error en la onerosa divisa que cabe exigirle al genio.  Que se equivoque un navegante cualquiera, pase, ¡pero no que se equivoque el faro en medio del océano, la torre de control, el director de orquesta de cuya batuta estábamos todos pendientes!  Y cuando el filósofo nos falla –¡y más aún, el filósofo del siglo!– la sensación de orfandad que nos embarga es desoladora.  No es un hombre: es la sabiduría, el pensamiento, la razón misma que pareciera entonces desertamos.  Nos sentimos defraudados, abandonados y –peor aún– traicionados.  ¡Qué responsabilidad terrible la del filósofo!  ¡Qué cosa tan peligrosa, la palabra!  ¡Qué explosivo tan volátil el pensamiento!  Dictar cátedra con voz engolada y cigarro en mano desde un cafetín universitario es una cosa.  Mandar a un millón de personas a inmolarse en los campos de batalla por una idea –por prestigiosa que esta parezca– es otra.  (“La guerra es un supremo mandato espiritual del pueblo alemán” –escribió en 1934–).

Sí, sí, ya lo sé: el Everest, aún con una esvástica en el flanco, sigue siendo el Everest.  Concedido.  ¡Pero el Everest también tiene sus abismos, sus avalanchas, sus grietas camufladas como cepos mortales bajo el resplandeciente sudario de la nieve!  Que sus nefastas militancias no le quitan a Heidegger un ápice de vigencia filosófica es algo que vienen a corroborar Sartre (un marxista) y Derrida (un judío) –pensadores políticamente incompatibles con el autor de Ser y Tiempo–, ambos por igual tributarios de su monumental aporte filosófico.  El problema es el precio humano que tarde o temprano viene a reclamar toda palabra irresponsable, toda instigación fanática y demagógica.

La palabra debe ser manipulada con guantes de seda: el hombre no ha inventado un arma tan temible como ella.  Que lo piense dos veces antes de esgrimirla todo aquel que no sepa ejercer –como diría Emilia Macaya– “el responsable ejercicio de la lucidez”.  La responsabilidad recaerá sobre nosotros en medida estrictamente proporcional a nuestro grado de lucidez: el error del noveno violín podrá quizás no descalabrar a la orquesta, pero la pifia del director acarrea indefectiblemente la debacle.  ¿Por qué es mayor su responsabilidad?  Porque a diferencia del músico de fi¬la, el director tiene ante sí el panorama global de la partitura: porque es el agente hiperlúcido de la interpretación, la conciencia misma de la música.

El privilegio de la palabra aunado al lujo de la irresponsabilidad: he ahí la definición misma del bufón, ese personaje tan común en las cortes europeas del Renacimiento.  Era él quien se reía de medio mundo –en cuenta de su propio monarca– y se daba el tupé de hablar de lo que le diera la gana, sin por ello ofender a nadie.  Su enigmático galimatías representaba, como lo señala Foucault, “la institucionalización de la palabra del loco”.  ¿En qué se diferencian el discurso del bufón y el del filósofo?  En que la del bufón es una verdad irresponsable, mientras que la del filósofo es una verdad parida con cesárea del espíritu, un acto de responsabilidad suprema.  En el discurso del filósofo no hay lugar para los retruécanos y las tergiversaciones del bufón, y si esto sucede, es la humanidad entera la que enloquece con él.

Responsabilidad, responsabilidad, responsabilidad: los tres grandes requisitos de todo filósofo.  ¿No es acaso lo que pareciera evocar el Pensador de Rodin, donde la intensidad del pensamiento se transforma en crispación del músculo, en severidad de la expresión, en actitud de sublime, profunda introspección?  ¿No es cierto también, don Martín, que cien volúmenes de filosofía no valían lo que una sola de las vidas segadas en aras de un pensamiento contaminado de fanatismo y engendrado en la ceguera y la embriaguez del poder?

Pero cuando el mundo le hizo al gran filósofo la pregunta, solo el tinti¬neo del gorro de cascabeles y la atroz risotada de la locura rompieron el silencio de la noche.  Heidegger murió en mayo de 1976 a los 86 año de edad.  Esto significa que tuvo 35 años para pronunciar la palabra clave, esa que todo el mundo esperaba de él, esa que sostiene al mundo y posibilita la friccionada aventura de la criatura humana sobre la tierra: “perdón”.  Dos simples sílabas, cinco fonemas.  Pero en medio de su arrogancia, de su soberbia, de su engreimiento y furia reprimida, no tuvo la capacidad para decirla.  La negación misma de la sabiduría, de la madurez emocional, de la nobleza y de la ética.

Lo mismo sucedió con ese otro gran gigante del pensamiento que es Jean-Paul Sartre, el filósofo engagé, el pensador comprometido por excelencia.  Siempre fue un hombre de izquierdas.  De manera radical y contumaz.  Cuando al morir Stalin, en marzo de 1953, y el mundo pudo asomarse al infierno blanco de los gulags, Sartre se limitó a decir que era “un accidente histórico”, “una crisis de crecimiento propio de toda nueva sociedad”, “un hecho de poco peso en la gran aventura de la hipercolectivización”.  A esto quedó reducida la muerte de 1 500 000 prisioneros políticos, la deportación de 566 000 personas, la masacre de Katyn con 22 000 víctimas, y el genocidio de Holomodor con 4 000 000 de supliciados y mártires.  La reveladora publicación de la novela Archipiélago Gulag, en París, el año de 1973, no modificó un milímetro la posición de Sartre con respecto al comunismo dictatorial soviético.  El autor, Aleksandr Solzhenitsyn había sobrevivido once años en el gulag, ocho de ellos condenado a trabajos forzados: sabía bien de lo que hablaba.  Pero de nuevo, Sartre, el panegirista de Fidel Castro y el Che Guevara, el eterno pandereta del comunismo genocida y bestial, siguió armando sus bochinches públicos a favor de esta ideología hasta el día de su muerte, el 15 de abril de 1980.  Camus, quien alguna vez fuera su correligionario, abjuró del comunismo soviético tan pronto tuvo noticia de los gulags.  Y entonces emitió una reflexión que lo ennoblece y dignifica: “Yo no soy de izquierda ni de derecha.  Ando en busca de la verdad.  Si la encuentro a la izquierda, hacia allí giraré.  Si la encuentro a la derecha, en esa dirección enrumbaré mis naves”.  Este lema vital es la negación misma del adoctrinamiento, del dogmatismo, del fanatismo, de la intolerancia, de la ceguera política.  Sartre tuvo ocasión de sobrevivir por 17 años la publicación que le valió a Solzhenitsyn el Premio Nobel de Literatura, y tampoco fue capaz de pedir perdón, y declararse arrepentido, perturbado, o siquiera desestabilizado de la menor manera por el horror de los gulags.  Otro gigante que peca de soberbia, en envanecimiento, de altanería, de engreimiento, de psico-rigidez y de incapacidad para la autocrítica.  Y eso son nuestros grandes sabios canónicos.  Éticamente, pigmeos, criaturas liliputienses, personajillos demasiado pagados de sí mismos como para reconocer errores de magnitud monumental, y de admitir la inevitable complicidad que tuvieron en estas carnicerías humanas, con sus pronunciamientos grandilocuentes y sus posturas inflexibles.  Fanáticos, idólatras y extremistas: eso es lo que fueron.  De nuevo: es cosa que comprendería en el caso del vulgus pecum, ¿pero los dos más prominentes filósofos del siglo XX?  ¡Ah, en qué malas manos caímos los residentes de esta centuria, con intelectuales que se negaron a encarnar, como decía Foucault: “un máximo de lucidez en cada momento histórico dado”.

Ni Heidegger ni Sartre tuvieron la humildad necesaria para admitir sus colosales errores, sus derrapes ideológicos, sus onerosísimas posturas que propiciaron la tortura y la muerte de millones de seres humanos.  Rien n´empeche: Ser y Tiempo, y La Náusea siguen siendo inmensas, majestuosas columnas del pensamiento filosófico del siglo XX.  Nadie niega eso.  Pero los  hombres detrás de las plumas nos fallaron, nos defraudaron, y más grave aún, nos traicionaron.  Fueron bufones, no sabios.

Hitler y Stalin representan las dos grandes antípodas políticas del siglo XX.  Ambas nefastas, dos “noches oscuras del alma” (San Juan de la Cruz), aberraciones históricas y sociales de demencial calibre.  En la extrema derecha como en la extrema izquierda, ambos emergen como siniestros faros cuya luz mortecina y funérea envuelve toda nuestra era en un sudario pesado, una sanguijuela adherida a la memoria colectiva del mundo.  Heidegger y Stalin condujeron la procesión fúnebre donde la humanidad dio tierra a sus millones de víctimas.  Y ellos, mientras tanto, horadándonos los tímpanos con sus baratas fanfarrias y su ensordecedor trompeterío, bailando con todos los ángeles del mal y los endriagos del averno.  ¡Vaya siniestro carnaval!  ¡Los bastoneros del horror y la deshumanización!  Evoco a Ortega y Gasset: “un tigre jamás podrá destigrizarse, pero el ser humano siempre está en peligro de deshumanizarse”.  Tal es el producto de las ideologías venenosas, de las banderías nefastas, y del colapso de esa facultad indispensable para el crecimiento que llamamos autocrítica.  Es incómoda, displacentera, y siempre urticante para el ego.  Pero sin ella no somos más que monigotes programados para la acción acéfala y automática.  Ningún ser humano es su agenda ideológica o su partido político.  Es, antes bien, ese sólido remanente que queda después de descartar todos los gafetes y etiquetas que se la han adherido al cuerpo.  Conviene entenderlo lo antes posible.

 

 

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