Por Jacques Sagot
La noción de pureza étnica y cultural es una nefasta, insidiosa mentira que le ha costado al mundo avalanchas de muertos, racismo, xenofobia, segregación, generación de anillos de miseria, discriminación, en suma, largos y caudalosos ríos de sangre desembocando en el inmensurable océano del absurdo. La actitud proteccionista, fascista, radical, fanática y chovinista del actual inquilino de la Casa Blanca prueba que estamos en manos de un ignorante abisal, de un hombre inculto, desconocedor de la historia del mundo y de su país, de un parafrénico delirante y peligroso. La parafrenia es el trastorno psíquico que genera los delirios de grandeza: es más grave que la egomanía y la megalomanía, y solo es superada por la teomanía, esto es, la manía consistente en creerse Dios (Calígula, Nerón, Nerval, Nietzsche, Stalin).
¿Qué hizo grande a la civilización griega que alcanza su ápex en el siglo IV antes de Cristo, la Atenas de Pericles, Sócrates, Platón, Aristóteles, Aristófanes, Fidias y Praxiteles? Un hecho muy simple: siendo una potencia naviera, Atenas se esparció por la totalidad de la cuenca mediterránea. Su fuerza estaba en el mar. Esto hizo que se convirtiera en un crisol donde convergieron, fecundándose recíprocamente, los más heteróclitos mundos: los pelasgos (habitantes autóctonos del imperio), y luego Tracia, Esparta, Samos, Egipto, Siracusa, Sicilia, Jonia, Doria, Macedonia, Persia, Ática, Eolia, Arcadia, Cartago, Chipre, Troya, Fenicia, incluso el Asia central y la India, anexadas por Alejandro Magno. De este poliédrico mosaico de pueblos indoeuropeos, y gracias a la porosidad, al ecumenismo de la civilización griega y a su actitud no refractaria con respecto a la alteridad, esto es, a los ciudadanos foráneos e inmigrantes, surgió la civilización más ubérrima, más ilustrada y grávida de legado cultural de la historia.
Pero la civilización griega es tan solo un ejemplo entre mil. Otro tanto puede decirse de la Florencia renacentista, del París de los siglos XIX y XX, de los imperios maya, azteca e incaico, de las dieciséis grandes y florecientes dinastías que estructuraron la historia de China desde el año 2100 antes de Cristo hasta el año 1911 de la era moderna. ¡Fue incluso el caso de la cultura Sumeria, que arrulló, entre el Tigris y el Éufrates, a ese niño recién nacido que llamamos “Civilización”! Cuando los hombres se unen, crean culturas, orquestas, arte, ciencia, danza, poesía, mitologías, pensamiento. Cuando se separan y se enseñan unos a otros los colmillos, solo generan trincheras donde perecen destrozados por las granadas de fragmentación. Hemos de transformar las trincheras en surcos labrantíos: he ahí la más perentoria responsabilidad que enfrenta el hombre contemporáneo.
No existe la “pureza étnica”, y no existen tampoco las “razas” (noción deconstruida por la moderna biología). No hay otra pureza que la de Adán y Eva, en la tradición judeocristiana. Después de ellos, todo fue divina, hermosa, gloriosamente impuro. Del multiculturalismo y el plurilingüismo han brotado todas las cosas bellas que el ser humano ha creado. La “pureza étnica” es una paparrucha: ir en pos de ella es buscar algo que nunca existió.
Los Estados Unidos de América representan, una vez más, el milagro de la hibridez cultural. Etnias indígenas (570 tribus: 9 millones de ciudadanos), ingleses, irlandeses, italianos, chinos, mexicanos, negros del África y el Caribe, franceses, alemanes, escandinavos, indios, centroamericanos, sudamericanos, en olas migratorias sucesivas, constituyeron ese “quilt”, esa formidable sinfonía de la diversidad, que generó toda la riqueza indumentaria, gastronómica, lingüística, artística, religiosa, mitológica, económica y cultural de los Estados Unidos. Una versión amplificada del milagro helénico.
Trump, actuando desde el absoluto desconocimiento de la historia de su país, promueve una política exterior aislacionista, hermética, insular. Con ello herirá de muerte a la noble nación del norte. Empobrecerá, esterilizará, uniformará esa sociedad cuya mayor fortaleza es, precisamente, la diversidad. Está cometiendo un error que bien califica como crimen de lesa humanidad, como un pecado “de absolución papal”, y como el acta de defunción de una civilización que no supo valorar cuanto en ella había de excepcional y de hermoso. La perpetración de un suicidio cultural e histórico. Pero no podemos culparlo solamente a él. El pueblo que, de manera masiva, lo ungió presidente, se retrata a sí mismo con su nefaria elección. “El ser humano es un sistema innato de preferencias y desdenes” –dice Ortega y Gasset–. Dime quiénes son tus gobernantes, y te diré quién eres. En sus escogencias y rechazos, el ser humano nos propone, sin quererlo, una radiografía de su espíritu, de esa apretada urdimbre de valores y antivalores que lo constituye, que lo informa. El pueblo estadounidense debería extenderle al resto del mundo una sentida disculpa por haberle infligido semejante simio a guisa de líder, en “the most powerful nation in the world”.
Es triste observarlo, pero en estas aciagas elecciones presidenciales, 71 millones de estadounidenses han quedado expuestos como una piara de ignorantes, incultos, xenófobos, racistas, supremacistas, misóginos y fanfarrones intoxicados con el mito de su hegemonía planetaria, de su falo descomunal, de su musculatura política, ideológica y económica. ¡Cuánto odio hay en ellos, cuánta codicia, cuánta sed de sojuzgamiento y de poder! El espíritu del “hillbilly”, el “wasp” y el “redneck”, derrotó al espíritu de Emerson y Thoreau.
Trump es un pobre vesánico, un demente febril: siempre los ha habido, y siempre los habrá. Pero que un pueblo entero lo apoye… eso es nada menos que una inmensa, universal, quizás irreversible tragedia.