Por Jacques Sagot
Vamos al punto. Cada vez que se celebra “el clásico” o la Selección Nacional pierde, se verifica un aumento del consumo de guaro, de drogas y de la violencia doméstica. Mujeres aporreadas, niños maltratados, sillas que vuelan, botellas a guisa de misiles, piques en autopistas, grescas callejeras, insultos que hacen suspender, por un momento, el girar de los astros. Lamentablemente, esto es parte de la cultura del fútbol. La faz en sombra de este deporte que amo, pero que, cuando es mal vivido, genera patologías sociales tremendamente peligrosas.
Amigo: ¿tienen su mujer o sus hijos la culpa de que su delantero favorito haya botado un gol, o de que el árbitro no haya pitado un penal como el Aconcagua? Cuando de usted se apodere el demonio de la frustración –generador de ira–, pregúntese: ¿qué es lo que en realidad desata su furia? Hurgue, linterna en mano, en el subsuelo de su alma –y si no puede, déjese guiar por experto lazarillo– para encontrar la verdadera causa del malestar. Se lo aseguro: el foco de donde procede su amargura no es el fútbol.
Usted le está pasando la cuenta a sus seres más próximos –esos que debería proteger– por otras cosas. ¿Sueños abortados? ¿Culpa no asumida? ¿Rencor mal digerido? ¿Castigo del que usted mismo fue objeto durante su infancia? ¿Inconformidad con su vida? ¿Alienación laboral? ¿Execración de su trabajo? ¿Insatisfacción afectiva? Pálpese el alma: busque tumoraciones, úlceras, manchas, cicatrices de viejas heridas… ¡Pero no transforme todo este dolor –comprensible, legítimo– en furia contra su entorno, contra sus primeros aliados en la vida: su compañera y sus hijos!
Busque ayuda. No algún amigote de cantina: ese posiblemente vive una situación análoga a la suya, y su conducta no hará otra cosa que reforzar su patrón de agresión. Ayuda profesional. Comencemos por tener la humildad de admitir que hay situaciones, en la vida, de las que no podemos salir solos. Dejémonos ayudar, pues. Hay gente que consagra su existencia al estudio de este tipo de cuadros, y conoce mil estrategias posibles para abordarlos. “El pasado es un extraño país” –nos dice Daniel Gallegos–. Acaso en su pasado haya alcantarillas que urja sanear, cadáveres que no han aún recibido sepultura, heridas que todavía requieren puntos de sutura.
Reventar una silla contra la pared no es menos grave que propinarle un golpe a una persona. Significa, simbólicamente: “¿Ves esta silla? ¡Pues he aquí lo que querría hacer con vos: despedazarte!” Y la agresión verbal sistemáticamente infligida puede ser mucho más deletérea que el ocasional estallido físico. En cuanto a la agresión psicológica (chantajes, traiciones, manipulaciones, sobornos, amenazas), lo único que cabe decir es que tanto valdría un puñetazo dirigido a la cara.
No hay campeonato que valga lo que una molécula de vida. Absolutamente nada está por encima de la dignidad humana, de la integridad psicofísica de la persona. Fanatismo deportivo y guaro: un matrimonio pactado en el infierno. Todos tenemos nuestros demonios ahí dentro, buscando siempre la fisura en la corteza de nuestras almas para manifestarse. Posiblemente nunca logremos exorcizarlos. Procuremos entonces, siquiera, mantenerlos bajo liza. Ahí, bien encerraditos, en sus celdas de máxima seguridad.
Y no me salga con el manido melodramón de que usted fue a su vez víctima de abuso sexual y de violencia doméstica, y que esa es la causa profunda, subterránea, de su patrón de conducta agresiva. Sería suscribir a la facilonga tesis exculpatoria que Gustavo Adolfo Bécquer enuncia en sus Rimas: “Como el mundo es redondo, el mundo rueda; si mañana, rodando, este veneno envenena a su vez, ¿por qué acusarme? ¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?” Sí, el mundo puede ser todo lo redondo que don Gustavo Adolfo quiera, pero hay que tener en cuenta un hecho fundamental: el pasado es capaz de condicionarnos, pero no de determinarnos. Una cosa es el condicionamiento (modificable, maleable, corregible) y otra muy diferente el determinismo (inexorable, inescapable, fatal). Después de todo, tenemos eso que se llama “libre albedrío”: nadie está obligado a ser el galeote eterno de su pasado –por sórdido y traumatizante que este haya sido–. Antes bien, quien tuvo el infortunio de ser vapuleado durante su niñez, detenta un inmenso poder: cortar la cadena hereditaria de la agresión, romper el ciclo, impedir que sea reeditada la pesadilla de esos fuliginosos años, que esta tragedia representada en el gran theatrum mundi sea re-escenificada una vez más.
Recordemos las reflexiones de Jean-Paul Sartre: “El ser humano está condenado a ser libre”. “Los seres humanos se producen a sí mismos con cada uno de sus actos, dentro de un horizonte ilimitado de libertad”. Los dos asertos tienen por eje la palabra “libertad”. Que no se describa a sí mismo como “libre” ningún hombre que cargue su galería subterránea de demonios, trasgos y súcubos. Esa es la primera libertad que debemos procurar. La libertad con respecto a ese enjambre de execrables inquilinos que nos habitan. Constituyen un peso psíquico abrumador. Más fácil sería intentar elevar un globo con seis elefantes a bordo. Comience por deshacerse de ellos. Vénzase a sí mismo, venza al feroz licántropo, al Doppelgänger, al Mr Hyde que lo parasita y manipula como si fuese usted el monigote de un sagaz ventrílocuo. Puedo asegurarle que no será empresa fácil. Y es por esto que hoy, más que nunca, desde el fondo de mi corazón, le digo –lo incito, lo exhorto–: ¡busque ayuda!