Por Jacques Sagot
Leonardo Boff –un autor al que no admiro– escribió un libro titulado El rostro materno de Dios. Expreso mi sentir –ya que no mera opinión– sobre el tema. No basta con la imagen de la Virgen María como intermediaria e injerencista, la mamá intercediendo en beneficio de los humanos ante el “poder legislativo” del Padre. Es preciso que Dios sea mujer. Imposible amarlo si no lo fuese. Podría temérsele, respetársele, obedecérsele, pero no amársele. Como decía Julia Kristeva: “Comparado con el amor que une a un hijo con su madre, toda otra forma de afecto humano resulta un mero simulacro”. Adscribo. Es el único amor perfecto, divinizador. Su dinámica se resume en lo siguiente: es el amor de la madre el que hace al hijo bello, no su belleza la que lo hace ser amado por su progenitora. En este caso las cualidades del amado son creadas –no digo “inventadas”– por el amador. Y yo quiero a un Dios mujer. Una madre, no un padre. Las arcaicas sociedades matriarcales lo tenían por tal, pero claro está, luego llegó el patriarcalismo a arruinarlo todo.
El genio del amor lo posee la mujer, no el hombre. Aún más: creo que fue ella quien lo inventó. Sí: lo inventó. ¿Significa esto que no exista? ¡No, puesto que fue inventado! Lo inventado existe en tanto que invención: enriquece la realidad. La mujer es el genio de la especie, en toda su pujanza evolutiva. El hombre tiene la vocación, el talento sin duda, pero no el genio, una fuerza que por definición trasciende al individuo. Por eso solo la madre puede perdonarlo todo: porque es ella quien todo lo ha creado en su hijo. El amor de Dios –si tal noción es concebible– es un amor de madre, no de padre. Si lo llamamos tal es –una vez más– porque a esto nos ha obligado el logos patris. O si queremos invertir la relación, digamos más bien que el amor de la madre es el único que prefigura el amor de Dios. El perdón, la absolución, la redención –y hablo de fenómenos radicalmente diferentes– solo pueden venir de ella, no del padre legislador, fiscalizador y punitivo.
La mujer no representa uno de los dos sexos de la misma especie. La diferencia es de naturaleza ontológica: es un ser de otro orden. No porque sea mejor o peor: es simplemente un tipo de criatura distinta. Está hecha para crear a través de la dación, para dar a través de la creación (faceta, esta última, temida y negada por los hombres durante diez milenios). Haber sido carne de la carne de otro ser: ¿puede imaginarse milagro más grande? Dejémonos de necedades, rindámonos ante lo obvio: el poder de concepción de la mujer, laboratorio y pastor de la vida, hace de ella un ser infinitamente más próximo a la naturaleza, al universo, a la tierra, y a lo divino, que el hombre. Nosotros hemos fabricado, a lo sumo, algunos libros y una que otra sinfonía que merezcan realmente ser llamados obras maestras. Cada hijo es, en cambio, una obra maestra singular e irrepetible. Engendrado por la sangre, sí, pero también por el deseo, la conciencia y la voluntad. Y sí, por el instinto, que es, en el fondo, la más sutil forma de la inteligencia.
La madre es empática, compasiva, misericordiosa, clemente, y dulce en medio de su natural reciedumbre. La magia, la poesía, el lirismo, la fantasía y aún la locura de mi mamá valen muchísimo más que la árida lógica y la peatonal “lucidez” de mi papá. La “razón poética” (María Zambrano) y el pensamiento mágico irrigan las sucesivas generaciones gracias a las madres: los padres no son capaces de entrever siquiera este mundo que Kristeva califica de semiótico, y opuesto al registro simbólico del pater familias. La intimidad y la ternura que cultivan una madre y su hijo no tienen parangón en ningún otro tipo de vínculo humano. La canción de cuna, la caricia, al arrullo, el pezón pródigo del que el niño sorbe la vida… Todo eso forma parte de un círculo cerrado y mágico. Es una diosa que se goza en su creación, y la ama por encima de todas las otras cosas del mundo. El amor materno representa la más excelsa forma de la inteligencia de que el ser humano es capaz. Una inteligencia infinitamente superior a la que movilizamos en nuestro afanoso y a menudo frustrante intento por comprender el mundo. Es la inteligencia de las inteligencias, lo más próximo que podemos estar del entendimiento divino. Un destello suprahumano… en el seno de lo “humano, demasiado humano” (Nietzsche).
Como alguna vez escribiera Lévinas (en Éthique et infini, si mi memoria me sirve bien), es solo a través de la madre y su hijo que un ser puede dividirse sin perder por ello su unidad ontológica. La única eucaristía posible es la que existe entre una madre y su hijo: beber su sangre y alimentarse de su carne. La otra, la eucaristía católica, no es más que una reapropiación simbólica y paterna de la comunión intrauterina. Ignoro lo que los antropólogos, teólogos, teóricos del género y otros filósofos hayan dicho al respecto. Este es el tipo de realidades que siempre he preferido abordar desde una perspectiva de castidad intelectual. La pureza de la intuición. La mirada del alma. Para mí nada más cuenta.